jueves, 13 de febrero de 2014

Enrique Mateos (1934-2004)


Enrique Mateos Mancebo nació en Madrid el 15 de junio de 1934. Era un niño enclenque, que no débil, muy lejos del arquetipo de jugador que se llevaba por aquellos tiempos, por lo que nadie, ni él mismo, suponía que con los años sería uno de los elegidos en el ámbito futbolístico. Su primer contacto con el fútbol fue una pelota de trapo que el mismo confeccionó. Cursa sus estudios en los Salesianos de Atocha, donde forma por primera vez en un equipo con ribetes de seriedad, aunque su escasa corpulencia le hace ocupar con demasiada frecuencia el banquillo de los suplentes. De esta constante lucha en desventaja con sus compañeros de colegio, mucho más fuertes que él, aprendió Mateos eso tan viejo de que “donde falta fuerza debe de sobrar astucia”. Enrique Mateos aprende el oportunismo que más tarde le haría ampliamente popular en los estadios.

A los quince años juega en su primer equipo federado, el Colonia San Fermín, donde estuvo un año para dar el salto a los juveniles del Boetticher y Navarro. Una temporada en el equipo ascensorista les bastó para que sus cualidades transcendieran al mundillo futbolístico, interesándose por sus servicios el juvenil del Plus Ultra, desde el que saltó al primer equipo, que militaba por entonces en Tercera División, de la que ascendió a Segunda gracias en parte a los goles conseguidos por Enrique Mateos.

El salto de Enrique Mateos a la fama fue de lo más espectacular y anecdótico que se ha producido en el panorama futbolístico español. Corría el año 1953 y la selección se preparaba para el Mundial de Suiza. En el ya desaparecido Metropolitano se disputó un encuentro entre la selección y el Plus Ultra, que hacía de sparring. La presencia de Kubala, Basora, Ramallets, Gaínza, Di Stéfano, etc., integrados en la selección hizo que se congregara una gran muchedumbre en los graderíos del Metropolitano, que al final del encuentro corearon el nombre de Mateos. Tan apoteósica fue su actuación que la prensa especializada le dedicó amplísimos espacios. El Real Madrid, que estaba formando el equipo que le daría grandes días de gloria, lo fichó a la mañana siguiente, aunque el jugador se quedó unos meses más en el equipo asegurador.

Mateos sueña con el momento de enfundarse la zamarra blanca y ese momento llegó cuando faltaban cuatro partidos para finalizar la Liga en la temporada 1953-54. Jugaba en Chamartín el Real Madrid contra el Sporting de Gijón. Mateos hizo su debut con el número 11 a la espalda, integrando una delantera formada ese día por Atienza, Olsen Di Stéfano, Joseíto y él mismo. El resultado fue un rotundo 4-0 a favor de los madridistas y Mateos tuvo el honor de inaugurar el marcador con un bellísimo gol. Mateos se proclama campeón de Liga. Mateos parece tener asegurado un puesto para la temporada que se avecina, sin embargo, una lesión en Atocha, en la segunda jornada de Liga, le dejó fuera de combate durante toda la campaña, impidiéndole participar en la primera Copa de Europa. Mateos sufrió una lesión de menisco, su primera y última lesión grave.

Recuperado de la lesión, Mateos jugó la segunda edición de la Copa de Europa, concretamente lo hizo en seis partidos en los que marcó tres goles. La competencia era feroz en un equipo que disponía de los siguientes jugadores en la delantera: Kopa, Di Stéfano, Joseíto, Gento, Marsal, Rial…, y el propio Mateos.

Mateos ha sido un privilegiado a la hora de presentar un palmarés futbolístico. El madrileño jugó en el mejor equipo con los mejores jugadores de la época, con los que no desentonó, muy al contrario, su presencia fue decisiva, como la de otros compañeros, en la consecución de cuatro Copas de Europa, un hito del que muy pocos jugadores pueden presumir. Estos galardones fueron aderezados con el título de Liga ganado en cuatro ocasiones.

En su largo y espectacular camino como jugador del Real Madrid, Mateos alternó con los mejores jugadores de la historia madridista. Así formó equipo con los Di Stéfano, Puskas, Gento, Rial, Kopa, Santamaría, Marquitos, Pachín, Del Sol, etc., destacando por su fino regate y su visión de cara al gol. El defensa Navarro, del Independiente y de la selección nacional argentina, conocido como ”Hacha Brava”, dijo en una ocasión de Mateos: ”Ha sido el hombre que al lado de Di Stéfano, mejor ha hecho la pared en el fútbol. Incluso superior a la “tabelinha” que hacían Pelé y Coutinho en el Santos y que fue la base de los éxitos del equipo brasileño”.

Al inicio de la temporada 1961-62, con la entrada de Miguel Muñoz como entrenador del Real Madrid, se produce una reestructuración en el seno de la plantilla madridista que afecta directamente a Mateos que, con veintisiete años, deja el equipo del Bernabéu.

Mateos ficha por tres campañas con el Sevilla. En el equipo sevillista, Mateos llegó a disputar una final de Copa, que perdió precisamente ante el Real Madrid. Finalizado su contrato firmó por el Huelva. En esta misma campaña es reclamado por el Betis, que se encontraba en situación de descenso. Acude a la llamada de los béticos y su intervención resulta decisiva para la salvación de los sevillanos. En cuatro encuentros comprometidos que restaban marcó tres goles que ayudaron a mantener la categoría. Mateos, en pleno éxito de su carrera, no se quedaría en el Betis, sino que suscribiría contrato con la Gimnástica de Torrelavega.

Tras un año en el equipo santanderino, Enrique Mateos emprendió la aventura. Se enroló en el Stokes, de Cleveland, con el que quedó campeón del Grupo Norte. Fue proclamado como el futbolista más famoso de América del Norte. Aún así, Mateos, ya en el cénit de su carrera, decidió cambiar de aires y suscribió un contrato de tres meses de duración con el club East London, de Johannesburgo (Sudáfrica). Tan del agrado de los directivos sudafricanos fue su actuación que le quisieron renovar el contrato duplicándole el sueldo, pero el madrileño, cansado de rodar por estos mundos de Dios, desechó la oferta y se estableció en Madrid.Como internacional, Mateos defendió en once ocasiones la camiseta de la selección nacional, consiguiendo seis goles. Fue entrenador del Fuencarral, Pegaso, Cádiz, al que ascendió por primera vez en su historia a Primera División, Deportivo de la Coruña y Orihuela, entre otros.

Murió el 6 de julio de 2004 en Sevilla.
 

martes, 4 de febrero de 2014

Joaquín Murillo (1932-2009)


Joaquín Murillo Pascual nació en Barcelona el 27 de febrero de 1932, el mismo año en que se fundó el Real Zaragoza. Falleció en Zaragoza el 10 de enero de 2009. Apodado ‘el Pulpo’ y ‘el Patas’, es el máximo goleador de la historia del Real Zaragoza en partidos de Liga, donde marcó la friolera de 90 goles en 148 partidos, 16 en 26 partidos en Copa y siete goles en cuatro partidos de Copa de Ferias. En total, 113 goles en 178 partidos con la camiseta del Real Zaragoza desde que debutara un 15 de septiembre de 1.957 y se marchase el 20 de noviembre de 1.963.

Sólo Marcelino ha sido capaz de marcar más goles que él en el Real Zaragoza, aunque jugó 324 partidos para marcar 117 tantos. Tras Joaquín Murillo y en la lista de goleadores, aparecería "Pichi" Alonso con 112 goles en 192 partidos.

Los cronistas de la historia del Real Zaragoza quizá no hayan sido justos del todo con el gran cañonero del club: Joaquín Murillo, barcelonés formado en el Europa, autor de 113 goles en 176 encuentros y máximo goleador en Primera División. Nada más y nada menos que 90 aciertos en 146 choques. Ahí supera a Pichi Alonso, Pardeza, Saturnino Arrúa, Eleuterio Santos, Paquete Higuera, Raúl Amarilla y Poyet. Y a Marcelino Martínez Cao, quien ostenta un total de 116 (otros hablan de 122) tantos en 331 encuentros, aunque sólo 73 han sido obtenidos en la máxima categoría, a los que deben sumársele los goles en las competiciones europeas y copa del Generalísimo. La pugna con un más que emergente Marcelino, en 1964, condujo a Murillo a la despedida por la puerta falsa del club en febrero de ese año: un sector de los aficionados le pidió con pancartas que se quedase, que continuase marcando goles desde los ángulos más diversos y en las posiciones más acrobáticas.

Pero El Pulpo --que se las había tenido con el entrenador Antonio Ramallets: taciturno y rígido, le expulsó de un entrenamiento-- partió al Lérida y poco después se retiró para siempre.

Las excelentes monografías del club reproducen algunas fotos suyas, incluso le recuerdan como fugaz capitán antes de que Yarza se convirtiese no sólo en el portero asombro de España sino en el abanderado de Los Magníficos, pero pocos se detienen a narrar sus goles, su entrega, su increíble carisma que comenzaba con su larga estampa rubia, su flamante bigote, sus brazos desnudos, está remangado en casi todas las instantáneas. No son demasiados los que parecen considerarle un auténtico ídolo ni reparan en su indiscutida titularidad: Mundo, Rosendo Hernández, César, etc., para todos el equipo fue un poco Murillo y diez más. Murillo, durante los siete años que estuvo en Zaragoza, fue un clásico del club: encarnó la entrega honesta, la terca convicción en el arte de golear, la brega constante aliada con la calidad. 

Su eficacia no admite parangón, salvo la rutilante campaña de 1961--1962 en que el peruano Seminario obtuvo el único Pichichi absoluto en la historia de los blanquillos. Pese a ello, Murillo materializó 18 dianas, y en un par de encuentros, contra Osasuna y Betis, repitió el codiciado hat trick. Algo que también había logrado la temporada anterior, famosa porque el Zaragoza quedó tercero en la Liga y adquirió al versátil Negro Benítez, que se moriría en un estadio tras la ingestión de una lata de mejillones en mal estado: Murillo fusiló tres veces al Elche y al Valladolid, su club de procedencia en 1957, cuando fue adquirido por el Zaragoza.

Desde su llegada, los números cantan. Fue el goleador del club año tras año. He aquí sus cifras: en la temporada 57/58, logró 15 goles; en la siguiente sintonizó a las mil maravillas con Mauro y Wilson y marcó doce. En el curso 59/60 repitió la docena e inició esa virtud particular de la triple diana: curiosamente acertó en tres ocasiones contra el Granada y el Las Palmas, en sendos choques que terminaron 6-2 a favor del Zaragoza, presidido por Faustino Ferrer. Una curiosidad casi increíble: Murillo marcó tres goles en la Copa de Ferias en octubre de 1962 frente al Glentoran y el resultado final fue 6-2. En la gran temporada 60/61 formó con un Miguel rejuvenecido (venía del Atlético de Madrid y los aficionados, ante su velocidad y su regate, pedían a gritos que fuese convocado para la selección), Marcelino, Duca y Lapetra, una de las delanteras más consistentes de la Liga; Murillo, bien como ariete, como interior o como falso mediapunta, marcó nada menos que veinte goles y rivalizó con jugadores a los que admiraba como Di Stefano o Puskas. Al año siguiente, el año triunfal de Seminario, cuyo fichaje fue un serial con el Barcelona y el Sporting de Lisboa, El Pulpo rubio añotó 18 tantos: igual marcaba con el pie, de remate seco, de jugada o por veloz desbordamiento, que con la cabeza, arriba, a media altura y en plancha. Era el perfecto depredador del área que, en cuanto el rival le concedía metros o un espacio mínimo en el que remecerse, hacía diabluras letales. El Barcelona le tenía un gran respeto y César confiaba en su carisma y en su determinación, hasta el punto de que lo hizo jugar contra el equipo azulgrana con fiebre. El estilete enjuto y flexible como mimbre cumplió con su gol habitual.

Aquel Zaragoza que acariciaba las mieles del éxito contaba con jugadores formidables como Severino Reija, Marcelino, Gonzalo Sigi, conocido por La octava maravilla del mundo, etc. En la temporada 1962--1963 llegaron Santos, Santamaría y Villa, entre otros, y el conjunto alcanzó la final de la Copa del Rey, que perdió en el Nou Camp ante el Barcelona por 3--1. La delantera integrada por Marcelino, Villa, Murillo, Sigi y Lapetra poco pudo hacer ante Pesudo. Comenzada la Liga, se fue Seminario a Italia y dejó créditos entusiastas: jugó ocho domingos y marcó otros tantos goles. Para entonces ya se sabía que César iba a ser el nuevo entrenador culé y que el ex arquero Antonio Ramallets le reemplazaría en la Romareda. Con su incorporación, Joaquín Murillo, iniciaría el éxodo definitivo de los estadios y montaría sucesivos negocios de hostelería.

Ningún aficionado de veras habrá olvidado su fina complexión, su testa elevada y su feroz determinación. A su manera, sin llamar en exceso la atención, sin suscitar titulares épicos y sin haber generado una literatura que merecía, halló su paraíso ideal en el área y frente al cancerbero. Ahí era una auténtica figura.