Era un jugador longilíneo, algo rubio y aficionado al pañuelo de pico, que en las fotografías suele asomar con el aire de quien acaba de hacer una trastada. A pesar de las impresiones iniciales pronte se le juzgó de lento, sin discutir su bravura en la boca de gol. Los marcó a pares, a tríos y algunos muy espectaculares (el que hizo al Oviedo en 1935, empalmando un envío de Goiburu, fue estimado el mejor que se había visto en Mestalla). Suyo fue, según la historia, el de la final del 34, cruzándose ante Zamora tras despachar a Quincoces con un empujón solapado que Vilanova negó hasta su muerte.
Con el tiempo asentó la técnica y prodigó pases inteligentes sin perder llegada ni temeridad aérea, pero mantuvo su curiosa relación de amor y odio con la grada, que le abucheaba al menor motivo. La llegada de Gaspar Rubio provocó una rivalidad muy seria que no se limitó al campo, voluntad contra genialidad, entre acusaciones mútuas de boicoteo.
En 1936 Amadeo representó una competencia más estable. Al final de la temporada Vilanova fichó por el Hércules, recién ascendido, aunque el equipo y él deberían esperar al estreno durante tres años de guerra. Libre de presión, fue segundo goleador de la liga de 1940, tras ir de pichichi durante casi todo el campeonato. En 1940 ficha por el Real Zaragoza. Siguió en activo hasta mediados de la década antes de pasar a cargos técnicos, y se divirtió junto a Costa echando una mano al Levante.
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